Desde Rosario: "Morir dos veces", un cuento de Hugo Díaz


Pudo haber dicho esas palabras con solidez o sumido en la completa tristeza, con los labios tiesos o con una sonrisa. Y por la manera de salir, luego de vaciar su vaso de un sorbo, todos podrían haber afirmado que dio un portazo, cosa que no hizo; sólo se alejó moviendo el cuerpo con cierta pesadez como alguien satisfecho o fatigado. Yo lo miré de este lado de la barra, mientras trabajaba, los demás se encontraban de espalda y no tuvieron intención de girar y observarlo al marcharse. Puede que un remoto pudor se hiciera presente en sus caras, pero lo deshicieron rápidamente bebiendo cerveza con muecas de complicidad.
Los hombres que se quedaron en el bar habían llegado para trabajar en las obras de construcción. El gobierno de turno comenzaba con los primeros edificios del pueblo. Según decían eran experimentados en el tema, al igual que el otro, el que se fue, pero ese llegó un mes antes. Lo recuerdo muy bien bajar del colectivo. Una de mis rutinas consistía en pasar por la estación de ómnibus, mi novia hacía poco se había ido a la ciudad en busca de nuevos horizontes y aunque sabía sobre la imposibilidad de su regreso, guardaba esperanzas de encontrarla en un andén, parada con su bolso a los pies, esperándome. 
Aquel día estaba él, despeinado y con los ojos algo alucinados, estático como si estuviera presenciando un derrumbe. Anduvo solo por las calles haciendo sus compras cotidianas hasta que por la noche entró al bar. Se sentó a una mesa y pidió ginebra que bebió con ademanes ensimismados y los labios tensos. Después de cada sorbo parecía que se obligaba a tragar. Otros clientes me dijeron que sabían poco del nuevo: venía de un pueblucho del sur y no tenía parientes en la zona. Era un hombre muy reservado, al parecer. Antes de cerrar el local lo observé cruzar la luz agónica del farol colgante, pateando una piedra con un poco de furia de esas que trae el aburrimiento sumado al alcohol. La camisa fuera del pantalón con varios botones desabrochados mostrando parte del pecho lampiño. Pernotó en el viejo hotel por casi dos semanas, luego empezó a trabajar como jardinero en lo de doña Olga y le alquiló una habitación. 

La anciana casi sorda, pero lúcida, sobrevivió a todos sus parientes, le gustaba charlar para olvidarse por momentos del agobio del tiempo que iba ablandándole el cuerpo y daba el efecto de sustituírselo. Siempre se vestía con camisones de colores claros o batones. Los días de calor o con humedad usaba pañuelos atados en la cabeza. El nuevo, de a poco, se encargó completamente de ella comprando sus medicamentos y su comida. Limpiaba la casa y muchas veces, arrinconados por el calor en la parte más fresca del living leían en voz alta novelas policiales.

Una noche lo vi entrar al bar vacilante y jovial al mismo tiempo, como si tuviera conciencia abundante de las miradas de los demás parroquianos a cada movimiento que realizaba. Eligió la misma mesa de siempre y esperó. Me apuré en atenderlo. Salí detrás de la barra con un vaso de ginebra. El inquilino de Olga al verme maniobró una sonrisa y debajo de los pómulos se formaron unos paréntesis. Asocié su cara con una medalla lustrosa, brillante y codiciada. Enseguida adelantó una mano y mostró la palma, pensé que iba a saludarme, pero entendí que quería detenerme; pedía que no me acercara ni un milímetro más. Dijo que bebería el vino más caro que tuviera y pidió dos copas. Bebió algunos sorbos de su copa en toda la noche mirando de vez en cuando la copa vacía de enfrente. Llegó la hora de cerrar y él seguía en la misma posición y con actitud de dandi despechado. Cuando no hubo un alma en el local me solicitó que me sentara con él, en frente de la copa vacía. Después explicó que ese día era su cumpleaños y quería celebrarlo conmigo. Respondió con evasivas e incredulidad la tropa de preguntas que formulé sin cesar; hasta me pareció más verosímil llamarlo: el inquilino de Olga, como lo apodaba la gente del pueblo, que el nombre con el cual se había presentado.

Bien entrada la madrugada salimos del bar y él dijo que sentía que se expandía con la noche, entonces observé que las estrellas y todo a mi alrededor giraba en raros sentidos. Aseguré que estábamos borrachos. El inquilino de Olga representó el número cuatro con las piernas y amplió su premisa diciendo que iba a escalar la antena de telefonía celular. Quise detenerlo, pero con algunas zancadas llegó a una de la patas de la torre de hierro y empezó a subir. Alcanzó la cima y soltó un grito largo y violento.
  
Los días pasaron con ayuda de la rutina: las ocupaciones en el bar, el ejercicio con la bicicleta, los paseos hasta llegar a la estación de ómnibus, las charlas con él. Cuando consiguió trabajo en las obras de construcción dejó de venir al local. Un viernes después de cerrar el bar, sentí que la noche se abría como las puertas de una gran bóveda dejando entrar el rocío y un viento cargado de soledades. Empecé a caminar decidido. La ventana dejaba ver a la anciana dormida en una mecedora manchada de luces cremosas e intermitentes del televisor. Toqué la puerta. Enseguida atendió el inquilino que sonrió. Luego me reprochó por no haberlo llamado por teléfono, podría haber despertado a doña Olga. Me llevó hasta su habitación amplia y ordenada. Dijo que podía sentarme en donde quisiera y luego salió. Volvió con una botella de vino y vasos.

El grito fue de llamado más que de horror o de miedo cuando golpeé la cabeza con la botella vacía. Le imploraba a él para que la defendiera y me sacara de encima, porque eso hice, me abalancé hacía el cuerpo menudo de la anciana ni bien entró a la habitación y nos encontró desnudos. La enterramos en el patio de la casa y detallé minuciosamente la idea para que nadie en el pueblo se enterara de lo sucedido. El inquilino no dijo palabra hasta esta noche que confesó a los compañeros de trabajo, luego de varias cervezas y antes de marcharse, que todas las madrugadas se ataviaba de abuela y fingía mirar televisión.
Después de que cierre el bar será mi última visita a la casa de doña Olga.



Hugo Díaz. Reside en la ciudad de Rosario, Argentina. Estudió Letras. En la actividad literaria comenzó escribiendo poesía. Algunas de ellas fueron publicadas en antologías. En género cuento ha obtenidos premios en distintos concursos literarios como primer puesto en IV concurso Litteratura de Relatos y Poesía 2021 Barcelona, España. Primer premio certamen Nyctelios 2022. México. También colaboró en revistas literarias nacionales y del extranjero. Ha publicado Lazos brutales, cuentos (2020) Edit. Reloj de arena y la novela El mal del reflejo Alción editora (2021).

📚 Lee otro texto de Hugo Díaz (en Herederos del Kaos): La verdad de las manos 

Imagen: la ilustración de portada ha sido remitida por el autor de la obra

1 comentario:

ENTRADA DESTACADA

"Entrevistas y reportajes" en el mundo de las letras y las artes escénicas

Esta selección de entrevistas y reportajes realizados por Juan Carlos Vásquez para diversos medios y revistas, reúne a una amplia variedad ...